16.7.07


Quedeme en el punto de “mis desventuras para entrar en la tienda”: La primera noche me había ido un ratito a descansar al coche, acurrucada en plan feto y cuando volví a la observación casi amanecía y por tanto no usé la tienda. En esta segunda noche también ya, casi al amanecer, me iba a meter en la de Estrella, pero estaba tan precariamente edificada que si entraba, seguro que se nos derrumbaba encima, así que Isabel me dijo que la suya aún daba para una cuarta persona. Terminé de recoger mis cosas guardelas en el coche y pusime de hinojos ante las cremalleras a intentar introducirme... pero no, así no debía ser, dime la vuelta, senteme sobre un zócalo de tela que me llegaba a las corvas, hice ademán de tenderme pero no, algo había que me lo impedía además de un montón de cuerdas que se me liaban a brazos, manos y piernas. Isabel, que llevaba un rato durmiendo entre sus hijos, vino a quitarme el toldo quitavientos que yo pretendía que también entrase. Al fin me tendí en mi saco... los piés saliéndose por abajo pues casi más de la mitad había quedado arriba, así que lo aproveché engurruñándolo para almohada... ahora echar las cremalleras, del tenderete y las de mis bolsillos que llenos de mil cosas se saldrían si no lo hacía. Al fin todo cerrado, dispusime a dormir... más ¿dónde puse las llaves del coche?.... ¿las dejé fuera, en la mesa, puestas?... no tuve más remedio que incorporarme a efectuar el proceso inverso, ya que no era cosa de que alguien con aviesas intenciones pasara por allí y se las llevara conectadas. Pero ¡ah, menos mal que después de darle mil vueltas a la chamarilería de mis bolsillos, allí estaban!. Nuevo correr de cremalleras para arriba y a dormir. Más no, al ratillo oí fuera algún ruido no achacable a los toldos movidos por el viento, así que incorporeme de nuevo, cremalleras arriba y asomando la cabeza no vi nada ni a nadie. El visitante ya habría pasado. Dormí un ratillo más y salí definitivamente de aquel tinglado, tiré de una botella de agua bien fresquita (la noche lo había sido tanto que nos tuvimos que poner durante la observación, guantes, gorro, pluma y polares), con la que me aseé lo más precariamente que pude. En ello estaba, cuando vi por el suelo las huellas del visitante nocturno: las herraduras de una caballería, marcadas en la gravilla del campito de futbol, acusaban que alguien de las fincas cercanas al volver de la terrorífica fiesta que en el pueblo celebraran, se habría pasado para ver a las forasteras ya que por la mañana habían tenido buena ocasión de fijarse.

Pero esto lo cuento en la siguiente entrega.